Artículo original publicado en: Contrainformacion.es
El capitalismo y su apetito insaciable de consumo nos han llevado por un camino de insatisfacción constante a través de fomentar un deseo innecesario con un bombardeo constante de necesidades materiales
¿Un nuevo Iphone cuando aún te funciona el anterior? ¿o una tele más grande? En la vorágine de nuestra era contemporánea, nos encontramos inmersas e inmersos en un ciclón de deseo y adquisición. Una maquinaria capitalista, con engranajes finamente calibrados, nos ha programado para creer que nuestra autenticidad y plenitud radican en lo tangible, en lo que se puede comprar, en lugar de centrarse en nuestra esencia humana. Y aunque esta dinámica pudiera parecer “normal” para muchos, sus repercusiones van más allá de un simple acto de compra.
El bombardeo constante de “necesidades”
En un mundo globalizado y ultraconectado, el capitalismo ha encontrado formas cada vez más sofisticadas y penetrantes de influir en nuestra psique. La invasión de estímulos de consumo se ha convertido en una constante ineludible que, de manera sutil o explícita, modela nuestra percepción de lo que realmente “necesitamos”. A través de diversos medios, el capitalismo nos envía mensajes que, de manera insidiosa, esculpen nuestra autoimagen, aspiraciones y deseos.
Desde las vallas publicitarias en carreteras y ciudades hasta las redes sociales, la publicidad se ha vuelto omnipresente. Incluso plataformas diseñadas inicialmente como medios de comunicación entre amigos, como Facebook o Instagram, se han transformado en vitrinas de productos y servicios. No sólo eso, la publicidad online, con sus avanzados algoritmos, ha adquirido la capacidad de personalizar anuncios basados en nuestras búsquedas, gustos e incluso conversaciones, haciendo que la tentación de consumo sea aún más específica y difícil de resistir.
La moda, la belleza y el lujo son presentados de tal manera que, si no los poseemos o aspiramos a ellos, nos sentimos fuera de la norma, insuficientes. Las revistas, influencers y programas de televisión nos muestran un estándar de vida que, aunque para muchos resulta inalcanzable, se presenta como la norma. Así, ropa, vehículos, viviendas y hasta relaciones se convierten en objetos de deseo que deben ser obtenidos para alcanzar un ideal de éxito o felicidad.
La estrategia es clara. Hacernos sentir que siempre hay algo más que necesitamos, que estamos a una compra de distancia de la plenitud. Las y los jóvenes, en especial, son bombardeados con imágenes de lo que “deberían ser”, llevándoles a una constante comparación y a una sensación de nunca ser o tener suficiente.
Ya no es suficiente tener un producto; ahora debemos tener la última versión de ese producto. Desde smartphones hasta automóviles, se nos inculca que lo “nuevo” es sinónimo de mejora y, por ende, de estatus. Así, aunque lo que ya poseemos funcione perfectamente, se crea la necesidad de actualizar, de no quedarnos atrás.
Más allá de vender productos, la publicidad se ha especializado en vender emociones. Las marcas ya no sólo promocionan características, sino experiencias, sentimientos, pertenencia. Se nos dice que, al adquirir cierto producto, también adquiriremos felicidad, aceptación, amor o seguridad.
La cultura de la obsolescencia
La obsolescencia, en términos simples, hace referencia a la vida útil limitada que muchos productos tienen en la actualidad. Es un concepto que, aunque ha estado presente durante décadas, ha adquirido una relevancia particular en la era contemporánea. La cultura de la obsolescencia no solo está diseñada para asegurar un flujo constante de consumo, sino que también refleja un paradigma más profundo sobre nuestra relación con el mundo material.
La idea detrás de la obsolescencia programada se originó en los primeros tiempos de la producción masiva, cuando las empresas se dieron cuenta de que si producían bienes que duraran toda la vida, eventualmente saturarían el mercado y reducirían la demanda. En respuesta, comenzaron a diseñar productos con una vida útil limitada para asegurarse de que las y los consumidores volvieran por más.
Quizás el mejor ejemplo de la obsolescencia en la era moderna es la industria de la electrónica, especialmente la de los smartphones y ordenadores. Con actualizaciones anuales, las marcas líderes en la industria incentivan constantemente a las y los usuarios a adquirir la “nueva versión”, a pesar de que las mejoras son, en muchas ocasiones, incrementales. Además, las reparaciones son desalentadas debido a costos elevados o falta de acceso a piezas, empujando a los consumidores a comprar nuevos dispositivos en lugar de reparar los antiguos.
La cultura de la obsolescencia tiene consecuencias ambientales graves. La producción constante de nuevos productos significa un aumento en la explotación de recursos naturales y en la generación de desechos. Electrónicos desechados, en particular, representan un problema creciente, ya que no solo ocupan espacio en vertederos, sino que también pueden liberar sustancias tóxicas al medio ambiente.
Vivir en una sociedad donde todo tiene fecha de caducidad puede generar una sensación de inestabilidad y ansiedad. Si nuestras posesiones están destinadas a volverse obsoletas o a romperse en un período corto de tiempo, es posible que comencemos a ver nuestras relaciones y experiencias a través de la misma lente efímera.
Afortunadamente, hay una creciente resistencia contra la cultura de la obsolescencia. Movimientos como el “derecho a reparar” están ganando terreno, abogando por legislaciones que obliguen a las empresas a hacer productos más duraderos y reparables. Además, hay un resurgimiento en la valoración de la artesanía y los bienes hechos para durar.
Para combatir la obsolescencia, es esencial replantear nuestra relación con el consumo. En lugar de valorar lo “nuevo” por ser nuevo, podríamos comenzar a valorar la durabilidad, la funcionalidad y la sostenibilidad. La educación al consumidor es crucial en este aspecto, así como también promover modelos de negocio basados en la sostenibilidad y la responsabilidad.
La insatisfacción como herramienta
Uno de los pilares sobre los que se sostiene la economía moderna es la perpetuación de un estado de insatisfacción en las y los consumidores. Se nos ha inculcado que siempre hay algo más, algo mejor, algo que no tenemos, y que deberíamos desear. Si bien este estado de deseo constante ha sido instrumental para el auge del capitalismo, es esencial analizar el impacto psicológico, social y económico que tiene sobre individuos y comunidades.
Las grandes corporaciones y los medios de comunicación tienen un papel fundamental en la creación de carencias que antes no existían. Nos muestran imágenes de personas “exitosas”, “felices” y “realizadas”, que poseen ciertos productos o viven ciertos estilos de vida, insinuando que, si no los tenemos, estamos faltos o insuficientes. Se nos vende no solo un producto, sino una aspiración, un ideal de vida.
La insatisfacción perpetua genera un ciclo de compra constante. Al sentir que no somos suficientes, que no estamos a la moda o que no tenemos lo último, nos vemos impulsados a adquirir y adquirir, en una búsqueda interminable de completitud y realización que, por diseño, nunca llega.
Esta constante búsqueda de satisfacción a través del consumo puede llevar a problemas de salud mental. La comparación continua con otros, la sensación de no estar nunca a la altura y la presión para conseguir y mostrar una vida “perfecta” pueden generar ansiedad, estrés, baja autoestima y depresión.
En un mundo donde la novedad es reina, lo que es tendencia hoy puede ser considerado obsoleto mañana. Esto no solo promueve el consumo desenfrenado sino que también devalúa nuestras posesiones actuales, haciendo que las y los consumidores sientan que siempre están un paso atrás.
La insatisfacción no se limita a los objetos materiales. También afecta la forma en que vemos nuestras relaciones y experiencias. En la era de las redes sociales, donde las vidas de todos parecen ser resplandecientes y sin defectos, es fácil caer en la trampa de comparar y sentir que nuestras propias vidas y relaciones no son suficientemente buenas.
Al centrar nuestra atención y energía en la adquisición constante de bienes materiales, podemos desviarnos de metas más profundas y significativas en la vida, como el crecimiento personal, las relaciones significativas, la contribución a la comunidad y el bienestar emocional.
Combatir la insatisfacción perpetua implica un proceso de introspección. Es vital reconocer y desafiar las narrativas que nos son impuestas y comenzar a definir el éxito y la satisfacción en nuestros propios términos. Esto también implica fomentar una cultura que celebre la autenticidad, la gratitud y la valoración de lo que ya poseemos.
Pensamiento final
El capitalismo y su apetito insaciable de consumo nos han llevado por un camino de insatisfacción constante. Para cambiar de rumbo, debemos ser críticas y críticos con el sistema, educar a nuestras jóvenes generaciones sobre los peligros del consumismo y, sobre todo, fomentar valores que vayan más allá de lo material. Solo entonces podremos construir una sociedad en la que las personas se valoren por su esencia y no por sus posesiones.