Una de las cosas más potentes de las que he sido testigo fue del crecimiento y consolidación de la PAH, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.
Era 2012 y España estaba sumida en la gran crisis que provocó el estallido de la burbuja inmobiliaria. La única receta del Gobierno para afrontar ese gran desastre fue “la austeridad” impuesta a las clases medias y bajas. Ni políticos ni banqueros ni grandes empresarios predicaron con el ejemplo.
Para mucha gente de mi generación, aquello supuso un despertar: los y las que no habíamos estado militando en partidos políticos ni movimientos sociales vimos, por primera vez, las costuras de lo que empezamos a llamar sin ningún cariño “Régimen del 78”. El relato triunfalista de cómo España había sabido afrontar una Transición modélica de la dictadura a la democracia tembló desde sus cimientos. La crisis del ladrillo dejó esos cimientos a la vista. Miles de familias se quedaron “sin cimientos” en los que vivir, condenadas a pagar deudas de por vida para sufragar el largo agosto que habían vivido los bancos, y si a ello sumamos que el gobierno decidió rescatarlos con dinero público y que los dos partidos que se turnaban el poder aplicaron recortes y más recortes en lo que era de todos y todas, muchas nos vimos obligadas a activarnos políticamente, a protestar y a organizarnos para cambiar las cosas.
Es una historia que ya sabéis, y que hasta hace poco no era ni siquiera “historia”, sino el diagnóstico del presente. Hoy ya puede escribirse en pasado perfecto, que no en “perfecto pasado”, porque de perfecto tuvo poco a parte de la ilusión con la que tantas personas nos entregamos a esa idea de cambiar las cosas. Una ilusión virgen, joven, sin rasguños, que a día de hoy y por muchos motivos, es un sentimiento roto o, en el mejor de los casos, sostenido con celo, pegamento y mucho esfuerzo.
Recuerdo perfectamente que la PAH no era un espacio donde “sumar ilusiones”, sino un lugar donde se sumaba la desesperación, la angustia y el miedo. Y de esa suma, extrañamente, nació una fuerza capaz de enfrentarse a los altavoces del estado y de tumbar el relato re-victimizador de que “habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades”. En las reuniones de la PAH de Barcelona a las que fui en busca de una historia que contar, encontré mi propia historia y la de tantísima gente que conozco, con o sin hipoteca, a la que nos habían robado el sueño del crecimiento y el éxito con esa gran mentira de que todo iba a irnos bien, muy bien, si hacíamos lo que había que hacer, y de que podíamos aspirar, evidentemente, a vivir mejor que nuestros padres. No sólo cayó en picado la economía. Cayeron en picado nuestras esperanzas.
Los relatos de desesperación que llegaban a cada asamblea de la PAH y que llenaban cada viernes aquel local de la calle “Enamorats” que enseguida quedó pequeño, fueron hilvanándose en un gran relato de resistencia y resiliencia. No íbamos a permitirles salirse con la suya. No éramos víctimas sino supervivientes de la avaricia y de los pocos escrúpulos morales de quienes habían permitido esa situación y se habían lucrado con nuestra miseria y nuestros sueños.
El 15m fue una rebelión de muchas consciencias. Le siguieron las mareas, los movimientos contra los deshaucios y contra los cortes energéticos, el despertar de un feminismo lúcido y combativo, la lucha contra el cambio climático… y, más tarde, la aparición de nuevos partidos políticos que se propusieron cambiar las cosas “desde dentro”, desde las instituciones, con la promesa de que la política institucional jamás los cambiaría a ellos. Pero aquella era una promesa difícil de cumplir. La historia lo demuestra: el poder devora a los ingenuos y arrasa con la Inocencia. No es culpa de nadie. Es así, y en el fondo todos/as sabíamos que aquella energía tenía que transformarse para sobrevivir en las dinámicas viciadas de ese “dentro” institucional.
Por el camino muchas dejamos la política y volvimos a lo nuestro, que en demasiados casos eran trabajos precarios y una difícil digestión del enorme vacío que nos dejaba en el cuerpo abandonar esa lucha. Pero había gente más preparada para lidiar con el poder, que no es poca cosa, y lo digo sin tristeza, como una constatación de lo obvio. Asistimos a la crónica de una criba anunciada y al principio de un inevitable proceso de desilusión, aumentado por luchas de egos y por rencillas que poco tenían que ver con la política en Mayúsculas que habíamos soñado, y que hoy han derivado en una izquierda dividida e incapaz de movilizar a las miles de personas que esperamos más de la política que votar incondicionalmente cada cuatro años y, lo que es peor, incapaz de escuchar, entender y deshacer el miedo de quienes peor lo pasan.
Evidentemente, las derechas han ayudado haciendo lo que mejor saben hacer, comprando medios de comunicación y altavoces de todo tipo para multiplicar esa desilusión y desprestigiar a los y las valientes que siguen dando la cara para defender lo público, la democracia, la lucha contra las desigualdades etc etc.
Una epidemia y una guerra se encargaron de rematar la jugada contra aquel desborde de ilusión con el que llenamos varios años las calles, las plazas y hasta los ayuntamientos.
Hoy vuelvo a ver el acto que organizó el viernes Yolanda Díaz, una política a la que admiro porque habla de “las cosas de comer” y no esconde su sentido pragmático ni su intención de entenderse con todo el mundo, cueste lo que cueste, sin caer en la comodidad de los rincones ideológicos, puros, intachables. Yolanda nos invita a SUMAR. Otra vez sumar. Me suena. Los Comunes, hace ya unos años, lo llamamos “confluencia”. Pero “sumar” es más fácil, más sencillo: no hay que explicarlo.
Yolanda habla de empezar un proceso de escucha desde la ciudadanía, para reunir una inteligencia colectiva que pueda pensar un nuevo proyecto de país, un país mejor para sus gentes, uniendo diferencias, sin renunciar a los derechos básicos pero tampoco a los sueños. Es música que entra bien, ligera, destrozando algunas barreras, como lo hacen los estribillos bien compuestos. Me he despertado con ese estribillo enganchado a la cabeza, pero mis neuronas no son jóvenes y la melodía se me mezcla con estribillos parecidos. Sé que a éste aún le falta la letra, que es lo más difícil de componer. Y que en ese esfuerzo de “escucha” que Yolanda va a hacer, viajando por toda España, le faltan aún notas imprescindibles, aunque quizás más difíciles de “escuchar”: las de la gente no organizada, que sufre, que no llega, que no está ilusionada porque no tiene motivos y que también debería de poder decirlo con un micrófono en la mano.
Nada me gustaría más que ver a mujeres y a hombres que no llegan a final de mes en esos escenarios, junto a Yolanda. No es suficiente con que una psicóloga nos diga “hay que hablar más del dolor de tanta gente”. Hay que conseguir que esa gente que sufre sienta que ese es “su espacio”, el de miles de personas a las que, por ejemplo, nos aterroriza la factura de la luz, que nos suban un alquiler que ya nos cuesta muchísimo pagar o que nos cueste cada día más llenar una nevera. Porque no hay nada más poderoso que unir a gente que habla en primera persona desde su propia angustia, como hacían las afectadas por la hipoteca cuando llegaban a la PAH. No era la “ilusión”, como he señalado, la que las acercaba a esos espacios, sino la “desesperación”, un capital que hoy, por motivos que debemos estudiar y no sólo criticar, se queda la extrema derecha. Y eso hay que lucharlo.
Los cimientos de Sumar no pueden estar construidos sólo con ilusión, esperanza y muchas sonrisas. Repetiríamos errores si quienes cogen el micrófono hablaran de “los que sufren” en tercera persona, y si los que sufren no se atrevieran a hablar en primera persona. Si falta ese dolor, esas dudas, ese miedo y esa incertidumbre, faltará verdad.
Y ante tanto ruido, tanto odio, tanta mentira y tanto esfuerzo de las derechas por dividir y crear bandos, necesitamos urgentemente grandes dosis de verdad.
Sumar también desde donde duele.