No hay nada más primitivo que un hombre persiguiendo a un animal, matarlo y zampárselo. Por desgracia no importa que en la actualidad no sea necesario salir al monte a cazar para comer, porque sigue existiendo un pequeño grupo que se beneficia de un privilegio: salir al medio natural, armados y disparar a diestro y siniestro. A veces se cargan a alguna persona o algún animal protegido, pero qué más da, lo importante es disfrutar de esa libertad, que es un privilegio, repito, matar animales por diversión.
La caza es una actividad innecesaria, inútil, que contamina, elitista y está más que demostrado que no protege el medio ambiente. Sin embargo, sigue prevaleciendo que unos pocos que la practican la hayan convertido en su signo de identidad, detrás de un negocio suculento de una actividad que consiste en competir, matando animales por entretenimiento. Existe una “real” asociación de caza, declarada deportiva nada más y nada menos, privada, que se permite el lujo de erigirse como los guardianes del patrimonio natural y la conservación de la biodiversidad. En España no se puede tocar ni una coma legislativa que afecte al medio natural o al bienestar animal sin que estos “señoros” adviertan, amenacen o saquen a pasear sus argumentos inflados de macho cazador. Son los cazadores, que se aferran, al igual que los taurinos, a esa mala costumbre de querer confundir, llamando cultura a la tortura, llamando amor a la naturaleza, amenazar a la fauna con sus escopetas. Un sector que tiene unos clientes y aficionados muy bien colocados en la clase alta de nuestra sociedad. Unas élites que acumulan más de 30.000 fincas cinegéticas, 1.600 de ellas grandes cotos de caza, 43 millones de hectáreas, en pocas manos, que suponen el 4% del territorio de la península y son ellos y solamente ellos, los que organizan y se pueden permitir lo que cuesta un finde de montería o participar en una “escabechina” de perdiz roja. Son cabezas coronadas, aristócratas reconvertidos en organizadores de safaris en sus fincas, banqueros, jueces, empresarios y ejecutivos de multinacionales, propietarios de medios de comunicación, y algún que otro político, eso sí, de los tolerados por las élites. No son una mayoría, es ese 1% al que no se le puede decir ni hola. Luego está el pueblo llano. Hombres de comunidades rurales o no tan rurales, que salen los domingos de madrugada a disfrutar con los amigotes o los que se creen aquello de salir a matar en defensa propia al lobo, que ahora solo lo podrán hacer furtivamente.
Proteger el medio natural nos cuesta mucho dinerito a todos y no puede ser que los intereses y aficiones de unos pocos frenen la protección de la biodiversidad, torpedeen proyectos comunitarios sostenibles de gestión del patrimonio natural o vociferen contra el avance en bienestar animal. Tampoco se puede tolerar que existan granjas con fines cinegéticos, que sueltan animales para surtir cotos de caza intensivos, que desplazan a la fauna autóctona, crean híbridos y extienden enfermedades. Ni se sustenta, ya que los perros destinados a la caza no posean el mismo nivel de estándares de protección que el perro de nuestra vecina del quinto. Todos los perros son iguales. Los cazadores no quieren obligaciones, no desean que se les controle, ellos, con arma en mano, quieren imponer su ley egocéntrica: la del más fuerte, la que considera la naturaleza su finca privada.
Cada mes de febrero, con el fin de la temporada de caza, casi cuatrocientas organizaciones de defensa de los derechos de los animales y entidades ecologistas, convocan manifestaciones para denunciar las tropelías de la caza, visibilizar esos privilegios inconcebibles de los que disfrutan y pedir su fin. No a la Caza (NAC) lleva más de diez años saliendo a las calles de Madrid, Barcelona, Pamplona, Valencia, Castellón, Cáceres, Zaragoza, Murcia, Mallorca, Las Palmas, Segovia, Valladolid, Ciudad Real, Guadalajara. Y ahora es cuando nos llaman urbanitas ignorantes, porque eso de la caza es cosa rural. Quizás deberíamos recordar aquella infame imagen de Juan Carlos de Borbón exhibiendo el cadáver de un elefante, muy rural no era. Las redes se llenan de fotos con animales abatidos y sus sonrientes capturadores. ¿Pero de qué se ríen? Los muestran como dormiditos y no, están muertos después de una persecución estresante, les han disparado y se han desangrado. También leemos noticias de accidentes de caza, algunos graves, otros con fatídicas muertes, de entre ellas de algún menor de edad, encontronazos con vecinos, agricultores, ganaderos, de personas que simplemente pasean o altercados con guardias rurales o agentes del Seprona. De las imágenes más perturbadoras que nos llegan con el final de temporada están las de los perros descartados para la caza, abandonados o cruelmente asesinados. Pues eso, que se sepa, el lobby de la caza no quiere leyes de bienestar animal. Se oponen a que los perros, a los cuales utilizan como simples herramientas, puedan tener una vida mejor y por este motivo las federaciones de caza ya están dando la tabarra para meter el miedo en el cuerpo de los legisladores con la que será la nueva ley de bienestar animal que les obligará a censarlos, a prohibir su cría indiscriminada, al sacrificio cero y a mantener en condiciones dignas.
Pues va a ser que no. Lo primero es la seguridad de las personas, el bienestar animal, la protección de la biodiversidad y el derecho de todas y todos a saber que nuestro entorno natural, tan frágil y vulnerable, está bien cuidado y aún mejor gestionado, un bien común que no puede ser la finca privada de ese 1%.