Este octubre se cumplen 5 años del giro en la conceptualización social de las violencias sexuales que fue el #MeToo. Uno de los movimientos que en los últimos años ha sacado de las sombras la violencia sexual, especialmente, en la industria cinematográfica, pero no solo, y la ha puesto en el centro del debate público.
En este lado del charco, en el 2018 también salimos masivamente a la calle para gritar “hermana, yo si te creo” y “solo sí es sí” a raíz de la sentencia de La Manada. Y un año después, en Plaza Italia, el epicentro de las protestas que sacudían Santiago de Chile, cientos de mujeres con los ojos vendados coreaban a gritos “el violador eres tú”. Una performance participativa creada en Valparaíso por Las Tesis para protestar contra el feminicidio y las violencias sexuales. La representación de Santiago fue grabada y viralizada en redes sociales y se convirtió en un himno mundial.
Una onda expansiva estaba recorriendo el mundo y cambiando muchas cosas. Infinidad de mujeres comenzaron a “salir del armario” y explicar sus historias de violencias sexuales. Y, lo más importante, a identificarlas para poder pararlas. Los medios de comunicación se hacían eco de este problema social que ocupaba portadas, telediarios y reportajes. La música, las series, el cine y la cultura en general también se hacían cargo y adquirían una mirada y una sensibilidad diferente. En estos años, muchos hombres se han visto interpelados y la visibilidad de las violencias sexuales les ha permitido identificar actitudes y transformar comportamientos normalizados en sus relaciones sexoafectivas.
Pero, como suele suceder, siempre que un movimiento social llama la atención y se suceden cambios, surge una ofensiva reaccionaria. Solo que, en este caso, considero que la ofensiva la hemos tenido dentro de casa. En esa “casa de la diferencia” que para Audrey Lorde era el feminismo. Mucho se ha hablado del término “pánico sexual” y de las consecuencias no deseadas de determinadas formas de visibilidad de las violencias sexuales. Un concepto que Nerea Barjola analiza a la perfección en su libro Microfísica sexista del poder a partir del tratamiento mediático que se hizo del famoso caso de Alacàsser.
Pero como señala Laura Macaya, en su último artículo para Ctxt, el pánico sexual va mucho más allá de ser un dispositivo de control de la sexualidad de las mujeres y disidencias. No es solo una cuestión de producción de subjetividad femenina (y masculina). Los discursos sobre la violencia sexual, señala Macaya, “tienen consecuencias políticas concretas que van mucho más allá de asustar a las chicas para que se queden en casa, ocupen los espacios que les han sido atribuidos por género o se muestren sexualmente temerosas”. Esto significa que los estados de pánico sexual siempre se concretan en leyes y políticas que acaban criminalizando y persiguiendo a colectivos vulnerables, empeorando considerablemente sus vidas y precarizando, si cabe aún más sus medios de subsistencia. Por eso, en pleno clamor social por las violencias sexuales, no es de extrañar que la mal llamada ley del Solo sí es sí incluyera la persecución de la prostitución y de la pornografía en su articulado. Porque claro, solo sí es sí, menos si lo dice una puta.
Tal y como lo define Gayle Rubin en Notas para una teoría radical de la sexualidad el “pánico sexual moral” son momentos políticos en los que emociones y temores sociales sobre la sexualidad son canalizados mediante leyes y políticas públicas hacia objetivos falsos. Es decir, los temores sociales se relacionan con determinadas poblaciones o actividades con las que no guardan relación y que se convierten en chivos expiatorios.
En el caso de la ley de la ministra Montero, el trabajo sexual pasa a entenderse como una forma de violencia sexual y las prostitutas son el chivo expiatorio. De ahí la idea de que si queremos hacer el mundo más seguro para las mujeres hay que eliminar la prostitución (como si fuera algo que pudiera eliminarse). O de que hay que prohibir el porno, porque la pornografía lleva a la violación. O también la creencia de que el sexismo y las violencias machistas se originan en la industria del sexo y de ahí se propagan a toda la sociedad. Obviamente, la industria del sexo no es una utopía feminista, es simplemente el reflejo del machismo imperante en la sociedad en su conjunto, pero no es el germen ni el origen del sexismo, de las violencias sexuales ni de todos los males de las mujeres.
Lamentablemente, y aunque se pudieron excluir de la ley los apartados relativos a la criminalización de la prostitución, la retórica reaccionaria y de la condescendencia ideológica ya estaba instalada. Al día siguiente el PSOE presentó una ley abolicionista que hoy tiene mayoría parlamentaria para ser aprobada. Prácticas como la prostitución o la pornografía, para el moralismo de la izquierda paternalista, nunca pueden ser voluntarias. Para estas prácticas nunca existe la distinción entre conducta voluntaria y conducta coercitiva. La criminalidad o la falta de ética se presume consustancial a la práctica misma independientemente de los deseos de los participantes. Determinados sujetos, en este caso las putas, no tienen derecho a consentir. No tienen esa capacidad. Determinados actos sexuales son tan desagradables que nadie accedería libremente a realizarlos. Cualquiera que los haga debe haber sido engañado o obligado.
Pero tenemos una noticia para el abolicionismo rancio: las trabajadoras sexuales son tan conscientes o libres como cualquier otro grupo social. Y el código penal nunca acabará con la prostitución. La prostitución continuará, solo que las mujeres estarán más desprotegidas, su actividad será más clandestina y tendrán menos capacidad para organizarse y negociar sus condiciones.
En materia de sexualidad no podemos permitir que existan leyes que interfieren en conductas que son consensuadas. Hay que poner freno a esta codificación legal de las conductas sexuales aceptables que supone una importante limitación y estrechamiento de nuestras libertades. Y menos aún podemos permitir que se haga en nombre de las mujeres, el feminismo y la libertad sexual. La abolición de la prostitución no afectará solo a las trabajadoras sexuales, que obviamente sufrirán de manera descabellada las consecuencias en primera persona. La prohibición de la prostitución implica un nuevo paradigma social, un nuevo giro en nuestra concepción a la hora de entender la sexualidad de las mujeres (y también de los hombres) que nos afecta y limita a todas.