Cincuenta años después de que Salvador Allende conquistara con votos la presidencia, Chile vuelve a erigirse como modelo e inspiración para las fuerzas progresistas.
El rotundo éxito de Gabriel Boric en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales chilenas permite presagiar grandes cambios en su país y en el resto del continente y trae de nuevo a la palestra la discusión sobre las dos izquierdas de América Latina. Un debate desarrollado a mediados de los 2000 que vuelve a cobrar actualidad.
El joven presidente electo se impuso con comodidad (55,87% de los votos) al ultraderechista José Antonio Kast (44,13%) al recibir el apoyo no solo de los jóvenes alineados con la nueva izquierda chilena, fruto del “reventón” del otoño de 2019, sino de la izquierda clásica —comunista y socialista— y una parte no desdeñable de la Democracia Cristiana.
Boric debe responder a las reivindicaciones populares que piden un cambio en Chile y a la necesidad de estabilizar la economía, al tiempo que favorece una distribución de la riqueza más equilibrada. Todo ello evitando las trabas que pondrán las minorías que controlan los negocios, los que han medrado con las recetas ultraliberales de los Chicago boys que se abrieron paso con la dictadura de Augusto Pinochet. Será una tarea ciertamente difícil.
La teoría de “las dos izquierdas latinoamericanas” fue formulada, entre otros, por el político y pensador mexicano Jorge Castañeda, de origen comunista, que con el paso del tiempo evolucionó hacia un centro más o menos conservador. Sobre el 2006 Castañeda definió los dos tipos de izquierda que en aquel momento podían apreciarse en el continente. Sin afinar los detalles, como recuerda Marco Schwartz en eldiario.es, Castañeda distinguía entre una izquierda radical, populista y vociferante en la que se encuadraba a Hugo Chávez (Venezuela), Rafael Correa (Ecuador) o Evo Morales (Bolivia) y otra reformista, de corte y modales europeos, en la que encajaban bien Ricardo Lagos (Chile), Lula da Silva (Brasil) o Tabaré Vázquez (Uruguay).
Los detractores de Boric, que los tiene desde que se asomó a la escena política, se han esforzado mucho en identificarlo con el primer grupo. O sea, chavista-bolivariano (¿les suena?) por haber recibido apoyo fundamental del Partido Comunista Chileno, pero su perfil está lejos de ese estereotipo, y más ahora, consciente de las limitaciones que tendrá al tratar de gobernar en una situación complicada y cumplir sus promesas electorales.
Boric, que asumirá el cargo en marzo con 36 años recién cumplidos, ha llegado al poder aupado por una coalición de fuerzas políticas entre las que destacan el Frente Amplio (su propia coalición) y el Partido Comunista, además de indigenistas, feministas y ecologistas. Las mujeres, muy presentes en la vida política, tienen un papel destacado en la militancia de izquierda, y puede que Chile sea el país latinoamericano con mayor influencia feminista.
Desde la campaña para la segunda vuelta electoral, Boric ha reforzado su faceta más prudente, rodeándose de colaboradores y asesores cercanos a la Concertación y la Nueva Mayoría que dirigieron los gobiernos de centro izquierda de la transición chilena.
La decisión más destacada ha sido fichar como asesora a Stephany Griffith Jones, economista de brillante trayectoria nacida en Praga en 1947, cuya familia emigró a Chile un año después. (Es sobrina nieta del escritor Franz Kafka). Griffith Jones pretende dotar de estabilidad al sistema financiero para que pueda satisfacer mejor las necesidades de la economía real y un desarrollo económico inclusivo.
Las expectativas de cambio creadas en el país tras los disturbios de octubre de 2019 también han ayudado al triunfo de Boric. Propiciaron la redacción de una nueva Constitución. La actual data de 1980, en plena dictadura militar, que aunque ha sido modificada varias veces siguió siendo la herencia del dictador: promueve y protege la empresa privada sin compensación alguna y deja al Estado un papel residual en la provisión de servicios básicos como la educación, la salud y las pensiones. Estos parámetros, que Chile comparte con otros países, hacen que sea el país de América Latina que reparte la riqueza de manera más desigual pese a tener la más alta renta por habitante.
Fue precisamente esa desigualdad el motivo de fondo de las protestas de la primavera austral de 2019. Las movilizaciones populares contra el Gobierno de Sebastián Piñera estallaron por la indignación puntual que causó el aumento del precio del transporte público y fueron tan intensas que forzaron la celebración del plebiscito de octubre de 2020 en favor de una nueva Constitución. Cambiar la Carta Magna era la única vía de acabar con un sistema injusto y fracasado. Las revueltas se saldaron con 34 muertos en 150 días de movilizaciones, decenas de heridos y centenares de detenidos.
Ahora, lo que se espera de esa asamblea constituyente es un texto capaz de conjurar el desastroso legado del neoliberalismo o al menos su peor parte. Uno de los capítulos más importantes de la nueva Constitución es el de la explotación de sus recursos mineros: los redactores tratan de hallar un equilibrio entre el beneficio social y el respeto al medio ambiente, cuestiones ambas que se han tenido poco en cuenta hasta ahora. Del salitre, primera fuente de riqueza entre 1880 y 1930, se pasó al cobre que aportará este año a las arcas públicas 2.873 millones de dólares. Chile es el primer productor mundial de cobre y ahora aparece como segundo productor de litio tras alcanzar las 18.000 toneladas en 2019. El litio es esencial en la fabricación de baterías y se perfila como una extraordinaria fuente de ingresos.
El texto de la Carta Magna estará listo a mediados de año y entonces será sometido a plebiscito. Lo redacta una asamblea elegida exclusivamente para elaborar el texto y los diputados y senadores de las nuevas Cámaras qq no tendrán un papel decisorio, más allá de su voto individual como ciudadanos.
Para llevar a cabo sus proyectos, Boric tendrá que buscar complicados equilibrios en unas Cámaras difíciles de manejar, muy combativas y equitativamente fragmentadas ideológicamente. En el Senado, por ejemplo, no se había producido un empate electoral real entre izquierda y derecha desde hace muchos años. En esta cámara, elegida aún con el sistema electoral heredado del pinochetismo, se ha producido un cambio simbólico al regresar a ella el Partido Comunista con dos senadores, los primeros desde los años 70. También ha obtenido un escaño como independiente de izquierda Fabiola Campillai, víctima de la represión policial, que quedó ciega en las revueltas sociales de hace dos años. El mundo ha cambiado mucho en el último medio siglo y EEUU también. Los golpes militares promovidos o apoyados desde Washington —como los que derrocaron a Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), a Joao Goulart en Brasil (1964), al propio Allende en Chile (1973) o a Maurice Bishop en Granada (1983)— ya no se llevan en América Latina.
Ahora hay formas más sutiles y menos violentas de deshacerse de un Gobierno o de un proyecto progresista, incluso sin aparente intervención estadounidense. Los temores en los ambientes avanzados chilenos son variados: algún malabarismo revestido de legalidad que haga descarrilar la nueva Constitución; una oposición que paralice al Gobierno, que logre sortear las nuevas normas populares y consiga que todo siga igual…¿Podrá el joven Boric conjurar tantas dificultades?