Ómicron ha sorprendido a los científicos por la gran cantidad de variaciones genéticas que presenta con respecto al virus original de la covid y porque no parece derivarse directamente de ninguna de las variantes preocupantes anteriores, incluida la delta, ahora predominante en todo el mundo. Una hipótesis que hay sobre la mesa para explicar estos dos hechos es que el virus ha evolucionado durante meses en el organismo de algún enfermo inmunodeprimido y ha regresado al mundo exterior muy cambiado. Otra es que en un momento dado infectó a alguna otra especie de mamífero, evolucionó en él y ahora ha vuelto a los humanos tras grandes cambios. Inclinarse a estas alturas por una u otra explicación es bastante temerario.
Por las implicaciones sociales que tiene, sin embargo, vale la pena abordar la primera hipótesis. Un grupo de investigadores surafricanos implicados en la detección de ómicron publicó en Nature el 1 de diciembre un comentario sobre la peligrosidad añadida que tiene para los enfermos de sida contagiarse de covid, sobre la necesidad de un enfoque conjunto de ambas enfermedades y sobre las medidas a tomar para empezar a superar las desigualdades que en materia sanitaria siguen condenando al continente africano.
Los autores ofrecen este dato: de los 37,7 millones de personas infectadas en todo el mundo por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), unos 8 millones no están recibiendo el tratamiento con antirretrovirales que necesitan y viven en el África subsahariana. Son muchos millones de personas con el sistema inmunitario seriamente dañado en los que una infección de covid puede prolongarse durante meses, mientras que entre la población general dura una media de dos semanas. Los investigadores surafricanos precisan que ellos mismos informaron en junio pasado del caso de un enfermo grave de VIH en cuyo organismo la covid persistió más de medio año. Sucesivas secuenciaciones del virus permitieron observar su evolución y cómo emergían distintas mutaciones.
Que los cuerpos de las personas inmunodeficientes son un cobijo perfecto para que el virus de la covid pueda evolucionar es algo que se presuponía desde que comenzó la pandemia y que posteriores investigaciones no han hecho más que corroborar. Habría sido razonable, por tanto, que por el bien de todos los habitantes del planeta se hubiera tenido en cuenta esta circunstancia a la hora de repartir las vacunas. Si hay un grupo que es necesario proteger, junto a los mayores de 60 años y los sanitarios, es el de las personas con problemas en el sistema inmunitario, que incluye a los infectados por el VIH, la mayoría de ellos africanos.
Obviamente, esa circunstancia no se ha tenido a la hora de distribuir las vacunas y el continente africano, donde el sida, la malaria y la tuberculosis ya medran a sus anchas, se está convirtiendo también en una reserva para la covid. Tras la fulgurante irrupción de ómicron, autoridades diversas repiten, refiriéndose a la necesidad de vacunar África, que “nadie estará a salvo hasta que todos estemos a salvo”. Es verdad pero suena hueco.
Las cifras de vacunación superan cualquier récord de desigualdad. Sonroja solo escribirlas. De los casi 8.500 millones de dosis inoculadas hasta ahora a los 7.800 millones de habitantes del planeta, nada más 250 millones han terminado en brazos de algunos de los 1.340 millones de africanos. Y si se pone la lupa únicamente en los países más pobres de entre los pobres, ahí se han inoculado hasta ahora menos de 60 millones de dosis. Para valorar esa cifra, valga esta comparación: solamente en España se han inyectado ya más de 77 millones. Otra comparación aún más hiriente: las terceras dosis inoculadas en todo el mundo superan con creces los 325 millones. Traducido: se han puesto ya en los países ricos y China entre cinco y seis dosis de refuerzo por cada dosis inyectada como pauta inicial en los 27 países de renta baja del planeta, casi todos ellos africanos.
A grandes rasgos, la lógica de la distribución de las vacunas ha sido esta: primero, los habitantes de los países donde se fabrican (EEUU, la UE, China y, en otro nivel, India), a continuación los que tenían capacidad para pagarlas a buen precio y, por último, los demás. Covax, la plataforma impulsada por la Organización Mundial de la Salud para vacunar a los países de rentas bajas, no ha empezado a recibir suministros de manera regular hasta noviembre. Y ahora que ya los tiene se ponen en evidencia con toda su crudeza las dificultades que hay para que las dosis lleguen a los brazos que las necesitan: falta de personal sanitario, carreteras deficientes para transportar las vacunas, problemas para mantener la cadena de frío. La pobreza no solo se manifiesta por la falta de dinero para comprar.
La desigualdad en un derecho básico como la salud es tan sangrante que escandaliza incluso a la revista The Economist, uno de los máximos exponentes del liberalismo. Un reciente comentario editorial concluía con estas frases: “La covid aún no ha terminado. Pero para 2023 ya no será una enfermedad potencialmente mortal para la mayoría de las personas en el mundo desarrollado. Seguirá representando un peligro mortal en el mundo pobre. Sin embargo, lo mismo sucede, lamentablemente, con muchas otras enfermedades. La covid estará en camino de convertirse en una enfermedad más”.
Foto: Présidence de la République du Bénin