
Vladimir Putin pretende recuperar la grandeza imperial de los zares y la fortaleza que el sistema comunista tuvo en sus mejores tiempos, pero sus adversarios de siempre no piensan darle pista libre. Si dejamos de lado las amenazas, advertencias, negociaciones, movimientos de tropas y toda la parafernalia militar y diplomática que se ha desatado, lo que ocurre es simple: Moscú quiere tener bajo control al Gobierno de Kiev. De ninguna manera y bajo ningún concepto está dispuesto a permitir que ese país ejerza su soberanía y entre a formar parte de la OTAN o se integre con claridad en su órbita de influencia. El segundo punto de máxima fricción con occidente es la solicitud de otra ex república soviética, Georgia, de ingresar en la Alianza Atlántica. Todo lo demás es secundario: negocios derivados de un conflicto armado, gasto desmesurado, problemas de desabastecimiento, encarecimiento de los precios de la energía, el dolor infligido a las víctimas.
Para el acervo cultural ruso, Ucrania no es un país cualquiera. Su historia está ligada a la de Rusia desde sus orígenes comunes. El gran estado que existió entre los siglos XIII al XVI bajo diferentes nombres (Gran Principado de Moscú, Gran Ducado de Moscú, o Moscovia) era heredero del primer enclave eslavo oriental conocido como Rus de Kiev, predecesor del Zarato ruso. Esa historia común, entre otros argumentos, permite a Putin presentar ante la población rusa el conflicto con Ucrania como la defensa de un pueblo hermano que puede caer en las garras de un enemigo exterior y no como una intromisión en los asuntos de un territorio soberano.

Desde la desaparición de la Unión Soviética, Rusia ha perdido una buena parte del cinturón de países que le aislaba y protegía de ese enemigo potencial que representa Estado Unidos y sus aliados. Por eso quiere blindar sus fronteras con estados cuyos gobiernos pueda controlar. De ahí el apoyo que ofreció en 2014 al entonces presidente pro ruso Víctor Yanukóvich, obligado a dimitir por la presión popular. Como reacción, para contrarrestar aquellas movilizaciones populares en Kiev surgieron otras en favor de Moscú y auspiciadas por el Kremlin que se intensificaron tras la adhesión de Crimea a Rusia, y la escalada desembocó en un conflicto armado entre las fuerzas independentistas pro rusas de las autoproclamadas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk y el gobierno de Ucrania. Este conflicto, conocido como ‘guerra del Dombás’, que ya se ha cobrado 14.000 vidas, aún no se ha resuelto y podría reactivarse con cualquier excusa. Por este motivo, el 25 de enero pasado, Londres y París abrieron un canal de diálogo cuatripartito con Moscú y Kiev para intentar desescalar la actual situación. El canciller alemán, el socialdemócrata Olaf Scholz, y el presidente francés, el conservador Emmanuel Macron, han asumido ese protagonismo. De momento han reanimado el denominado Cuarteto de Normandía, que ya tuvo un importante papel en 2014 y estos días han llegado al acuerdo (modesto) de mantener la tranquilidad en esa zona precisamente para evitar que interfiera con la crisis actual. A estas alturas la anexión de Crimea ya está olvidada y amortizada.
Más de 100.000 soldados rusos maniobrando cerca de la frontera ucraniana son un argumento suficiente para estar asustados, mientras que al otro lado de frontera el Gobierno de Kiev está armando a los civiles. Si la agresión se materializara, la OTAN considera que la respuesta tendría que llegar de inmediato porque dejarla pasar sería un riesgo demasiado alto, aunque no está claro si la represalia sería en forma de sanciones económicas, de ayuda militar a Kiev o iría algo más allá. La mayoría de los expertos coinciden en que la posibilidad de una confrontación armada directa entre Rusia y la OTAN es improbable. De momento, lo que se advierte es una falta de sintonía en el lenguaje utilizado por EEUU y sus aliados europeos sobre este tema.
Cuando hace unas semanas empezó a calentarse el ambiente, el presidente ruso Vladimir Putin y su homólogo estadounidense, Joe Biden, mantuvieron dos conversaciones por videoconferencia el 7 y el 30 de diciembre. Putin sabía lo que hacía al dirigirse directamente a Biden en solitario: recordar a todos que EEUU es quien manda en la OTAN y situarse él en plano de igualdad ante la gran potencia. Despreciando a los socios europeos, Putin les obliga a ocupar su lugar de subalternos en la organización atlántica, pero dado que serían los más expuestos en caso de conflicto eso les fuerza a presionar a su socio principal en favor de una solución diplomática que satisfaga, o al menos paralice temporalmente, las exigencias de Moscú. Y eso es lo que otros miembros europeos de la organización están haciendo: tratar de apaciguar los ánimos por la vía del diálogo.
Aunque todos los aliados coinciden en que no se debe tolerar un ataque militar ruso a Ucrania, la forma en que afrontan esta crisis varía mucho. Los fronterizos países Bálticos y Polonia tienen un planteamiento beligerante. Alemania se muestra muy prudente (no en vano depende del suministro de gas ruso). Francia también, pero con críticas más firmes. Incluso el propio presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, es cauto y se muestra inquieto por el cruce de reproches y advertencias. Mientras, Gran Bretaña y EEUU no evitan lanzar amenazas. Washington incluso de forma imprudente, ya que da por hecho que la invasión rusa se producirá, motivo por el que está evacuando al personal civil de su embajada en Kiev. Y Londres le sigue los pasos.
Pese a todo, el secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, mantuvo contactos con sus homólogos de Reino Unido, Francia y Alemania, además de con el presidente ucraniano, Zelenski, para darles garantías de que la Casa Blanca no negociará sobre el futuro de Ucrania sin tener en cuenta a sus socios. También que, en caso de agravamiento del conflicto, EEUU ayudará a Alemania a soportar las dificultades energéticas derivadas de los problemas con el gasoducto. Los planes de represalia hacia Rusia, que no han sido concretados, incluirían castigos comerciales de todo tipo, entre ellos restricciones a la venta de microchips.
De los 29 países miembros de la Alianza Atlántica, Estonia, Letonia y Lituania formaron parte de la Unión Soviética; Hungría, Polonia, Chequia, Eslovaquia, Bulgaria, Albania y Rumanía pertenecieron al Pacto de Varsovia; Croacia, Eslovenia y Montenegro fueron repúblicas de la Federación de Yugoslavia. O sea, 13 países estuvieron en la zona de influencia rusa. A la espera de ser admitidos en la OTAN están Bosnia-Herzegovina, Macedonia y la exrepública soviética de Georgia, el otro punto de máxima fricción. Impedir que la frontera de la Alianza Atlántica pueda avanzar más de 1.000 kilómetros (si integrara a Ucrania) es un propósito que le permite a Putin conectar con el arraigado nacionalismo de la población rusa y reforzar su posición en el interior.
Rusia y EEUU tienen una frontera marítima común. Sería estupendo que ambos países resolvieran sus diferencias en un lugar como ese, desértico y helado. Pero no les sirve, ahí no se enfrentan. Se trata del distrito autónomo de Chukotka (Rusia) y el estado de Alaska (EEUU), separados por el estrecho de Bering, de 82 kilómetros. En medio se hallan dos islas denominadas Diómedes (Gvózdev para Moscú), una pertenece a la Federación Rusa y la otra a Estados Unidos y entre ambas sólo hay 3,5 kilómetros de agua. Aunque los yacimientos y recursos en ambas orillas del estrecho sean inmensos, las dos potencias ignoran ese lugar como punto de desencuentro. Así que, hoy por hoy, el conflicto entre ambos se concreta en Ucrania y en las antiguas fronteras de la URSS. Si el crisis estalla, la posición de España vendrá marcada por las directrices que la OTAN establezca. Ese es el precio a pagar por no tener autonomía defensiva propia ni europea, pero ese ya es otro debate. Y por si esta dependencia de un organismo militar encabezado por Washington resulta dura, vale la pena recordar que, como ha escrito Ramón Lobo en El Periódico, “Vladimir Putin no es nuestro amigo”. Es un autócrata que aplasta rebeliones sin contemplaciones y mantiene excelentes relaciones con ultraderechistas de muchos países, Donald Trump incluido. La Rusia que Putin gobierna con puño de hierro desde el año 2000 es un país cada vez más reaccionario donde la corrupción campa a sus anchas y se persigue a disidentes políticos, homosexuales, feministas, intelectuales…Y los periodistas asesinados se cuentan por decenas, aunque sobre esta cuestión es difícil dar números fiables. Lo que sí está demostrado es que informar en Rusia es una profesión de alto riesgo.