
Cómo nacieron y crecieron hasta convertirse en los amos de la Nueva Rusia traficando con los restos del Imperio Soviético
Los conocidos actualmente como oligarcas son empresarios de las antiguas repúblicas soviéticas, sobre todo de Rusia y de Ucrania, que aprovecharon con astucia, pocos escrúpulos y rapidez de reflejos la oportunidad que les brindó el hundimiento del comunismo para saltar de una economía estatalizada a otra de mercado sin barreras y amasar grandes fortunas.
Boris Berezovski, uno de los primeros millonarios de la Rusia postcomunista, utilizó la palabra “oligarca” para definirse a sí mismo y a los de su clase en una entrevista concedida al Financial Times a mediados de los años 90. Y el término se popularizó. Él mismo redujo a solo siete los oligarcas que sostuvieron a Boris Yeltsin en el poder. Berezovski falleció en 2013 en un baño de su mansión de Ascot (Reino Unido) sin que se tenga la certeza de si la causa fue un suicidio o un homicidio inspirado por el Kremlin.
El inicio de los oligarcas antes de la caída de la Unión Soviética
Muchos oligarcas empezaron su carrera entre finales de los 80 y principios de los 90, cuando tenían en torno a los 30 años de edad. Procedían de distintos estamentos del Estado, pero sobre todo del
KGB (actualmente FSB). Todos eran varones, tenían estudios universitarios y ya fuera por lazos de familia o por sus propias actividades estaban bien relacionados con los centros de poder cuando el sistema empezó a resquebrajarse. Tenían además capacidad de acceso a fondos económicos en el extranjero a través del Banco Exterior de la URSS, que se utilizaba para regularizar intercambios comerciales entre países y sufragar el mantenimiento de las embajadas, incluidos los pagos a funcionarios, entre ellos a los espías del KGB, que necesitaron grandes provisiones de fondos durante los 40 años de Guerra Fría. De aquel grupo, no fueron pocos los que en aquellos momentos de cambio y confusión prefirieron quedarse fuera de su país y tratar de abrirse paso en el mundo capitalista.
Mijail Gorbachov había llegado al poder en 1985 con sus revolucionarias ideas de reestructuración (perestroika) y transparencia (glásnost). Sorprendió a todo el mundo pero no cogió desprevenidos a los servicios secretos, especialmente al KGB (al que Vladimir Putin pertenecía) cuyos miembros imaginaron acertadamente lo que se avecinaba. El joven dirigente ruso, de 54 años entonces, se atrevió a desafiar a la nomenclatura con reformas de gran calado que incluían a medio y largo plazo la desestatización del sistema y la privatización de los medios de producción.
Lógicamente tropezó con la oposición de los comunistas más ortodoxos, pero eso no le detuvo. Era indispensable modernizar la obsoleta industria del multiestado, su administración mastodóntica
e ineficiente y mejorar las condiciones de vida de la población. Los cambios que se avecinaban provocaron rechazo no solo en algunos sectores tradicionales, también en otros de muy distinto
signo que no aspiraban precisamente a perpetuar el viejo mundo comunista. Estos veían en la desintegración del sistema una oportunidad única para enriquecerse a lo grande.
Oligarquía en la era Gorbachov
Aparentemente ajeno a esas amenazas, Gorbachov empezó a aprobar leyes y normas encaminados a desmontar de forma progresiva aquel engranaje. Y todo parecía ir bien. La mayoría de los investigadores económicos de aquel momento llegaron a la conclusión de que en aquella primera fase, la reforma de la banca, que fue decisiva, las empresas mixtas creadas con la participación extranjera y la modernización de las cooperativas sirvieron a Gorbachov para legalizar la economía sumergida que siempre había existido en la URSS, y con las nuevas leyes las empresas regularizaron sus actividades y legalizaron sus ingresos.
Pero el proceso de transformación se vio interrumpido abruptamente en diciembre de 1991 cuando las leyes aprobadas aún no habían surtido efecto porque debían desarrollarse entre 1992 y 1995. Boris Yeltsin, presidente de Rusia; Leonid Kravchuk, de Ucrania, y Stanislav Shushkievich, de Bielorrusia, decidieron por sorpresa poner fin a la Unión Soviética cuando los mecanismos para privatizar los grandes sectores productivos aún no estaban establecidos. Y esto ocurrió pese a que el 17 de marzo de ese mismo año,1991, dos tercios de los ciudadanos soviéticos habían aprobado en referéndum que la URSS debía conservarse como una federación renovada de repúblicas soberanas e iguales en derecho, en las que se debían garantizar los derechos y las libertades de las personas de todas las nacionalidades. (Estonia, Letonia, Lituania y Georgia no participaron).
Llegados a este punto, los aspirantes a hombres de negocios no tuvieron otro camino que entablar negociaciones informales con funcionarios de la extinta URSS que habían quedado al frente de
los despojos del sistema, única forma de adquirir la propiedad estatal que se estaba subastando al mejor postor. Y las personas que contaban con la información adecuada y los amigos correctos pudieron adueñarse de ellas. Las lagunas legales en las leyes de privatización favorecieron extraordinariamente tanto a los gestores de las ventas como a los compradores. Un truco muy extendido fue comprar a precios rusos, subvencionados, y vender a precios de mercado internacional grandes cantidades de combustibles, piedras preciosos, metales y todo tipo de recursos mineros.
Las privatizaciones de esas exportaciones fueron la fuente principal de riqueza a gran escala en la primera fase. Para acceder a compradores y eludir barreras legales era necesario tener contactos en el extranjero, y para entonces los que habían emigrado poco antes del hundimiento formal de la URSS, estaban preparados al otro lado del antiguo Telón de Acero para servir de receptores, contactos, socios o intermediarios de sus ex compatriotas en el tráfico a gran escala que se avecinaba.
Los beneficios de la venta de esas riquezas fueron blanqueados y reinvertidos en nuevos negocios, no solo en la ex Unión Soviética sino por todo el mundo. En pocos meses los aspirantes a oligarcas ya volaban solos. Se fueron sofisticando y diversificando en sus propios campos de negocios. A niveles más modestos, sin posibilidades de hacerse un lugar entre los millonarios, también se subastaban pieles, ropa, cuadros, muebles, obras de arte… todo procedente de fábricas, tiendas, almacenes que cerraban sus puertas. Era a veces el único modo de que los trabajadores pudieran cobrar los salarios atrasados. Y también para eso se necesitaban influencias y buenas relaciones, aunque fuera con autoridades de nivel medio del declinante régimen comunista.
La desaparición de la URSS convirtió al presidente de Rusia, Boris Yeltsin, en el nuevo zar de lo que quedaba del imperio: 17,1 millones de kilómetros cuadrados y una población de 148,3
millones de habitantes. Bajo su mandato (1991-1999) el país experimentó una verdadera catástrofe: retroceso en el nivel de vida, inflación desbocada, desabastecimiento generalizado, hundimiento de empresas y pérdida de empleos por la simple vía de parar la producción al no recibir materias primas, repuestos, o no tener fondos para pagar los sueldos. Rusia es uno de los pocos países del mundo que no ha aumentado su población en los últimos 30 años. Durante los ochos años del mandato de Yeltsin perdió dos millones de habitantes (146,3 millones el año 2000). La cifra siguió cayendo durante los dos
primeros mandatos de Putin (141,9 millones en 2008) y aunque después ha habido un crecimiento, la población sigue por debajo de la del momento de la independencia (146,2 millones en 2020).

Los oligarcas encabezados por Berezovski financiaron la reelección de Yeltsin en 1996 y lograron neutralizar el acceso al poder del candidato comunista Guennadi Ziugánov, el favorito de las
encuestas. Esa ayuda al presidente se vio ampliamente recompensada al ser los principales beneficiarios del proceso de privatización que se desarrolló en el segundo mandato de Yeltsin. Tras la crisis del rublo de 1998, el mismo grupo de oligarcas convenció al presidente de que nombrara sucesor a Vladímir Putin, lo que con el paso de los años resultó nefasto para buena parte de
ellos.
Oligarquía en la era Putin
Con Putin en la presidencia la situación de los oligarcas cambió. Los que se plegaron a sus exigencias pudieron conservar su riqueza y una influencia relativa. A los que se opusieron les fueron
arrebatados sus bienes, murieron en extrañas circunstancias o fueron a la cárcel. Mijaíl Jodorkovski, por ejemplo, pasó de ser el hombre más rico de Rusia en 2004 a vivir exiliado en Londres desde 2015 tras pasar 10 años en la cárcel. Ahora los oligarcas deben someterse al presidente si quieren conservar su estatus y su fortuna, aunque mantenga con ellos una ambigua relación de equilibrio porque también los necesita. Son uno de los pilares del poder en Rusia. Los otros dos son el ejército y los servicios de
seguridad. El Congreso de Estados Unidos aprobó en agosto de 2018 una relación de personalidades rusas a las que incluyó en la ‘Ley para frenar a los adversarios de Estados Unidos a través de sanciones’,
que el presidente Donald Trump firmó con muchas reticencias cuando aún era presidente. En el colmo de la inconsistencia política, pese a que la firmó, Trump calificó la ley de «inconstitucional».
En esa lista aparecían 210 figuras vinculadas al poder político y económico en Rusia, a las que el Departamento del Tesoro había ya seleccionado como potencialmente peligrosos, que podrían ser
sancionadas en el futuro por su injerencia en asuntos de EEUU y en otros países, como la ya entonces amenazada Ucrania. Estas sospechas se han cumplido y una parte de los miembros de esa lista, conocida como “la lista de Putin”, han sido sancionados. Aleksandr Solzhenitsyn, en su ensayo crítico de 1998 Rusia bajo Avalancha, describió el régimen político de aquel momento como un sindicato del crimen organizado, que controlaba al presidente y el 70% de todo el dinero ruso. El testimonio de Solzhenitsyn, premio Nobel de Literatura y disidente, es particularmente valioso ya que fue víctima del sistema soviético y estuvo preso entre 1945 y 1956 y bajo vigilancia constante hasta la llegada de Gorbachov.
Lamentablemente para Rusia y para el resto de los países de la Unión Soviética, la desaparición de la URSS no significó alcanzar la utopía capitalista dejando atrás los sufrimientos padecidos a lo largo de su historia. Los años noventa han quedado en la memoria de una mayoría de ciudadanos de esos países como una etapa de inseguridad, empobrecimiento y frustración colectiva. La riqueza del país ha acabado en manos de unas decenas de desaprensivos (tolerados o designados por Putin) que compran castillos, equipos de fútbol y lujosas mansiones en cualquier país y navegan en yates gigantescos por todos los mares del mundo.
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