
El año nuevo nos ha obsequiado con una encarnizada polémica sobre la calidad de la carne que se produce en las granjas industrializadas. Como sucede muchas veces cuando la derecha extrema y la extrema derecha ponen un tema sobre el tapete, los datos y los argumentos tienen un peso entre escaso y nulo, sustituidos por la simplificación y la tergiversación. Unas declaraciones del ministro de Consumo han sido retorcidas para atacar al Gobierno de coalición e intentar arañar unos votos en Castilla y León.
Pero más allá del ruido, la polémica ha puesto de relieve cómo la producción de carne impacta en el medio ambiente a dos niveles. El primero y más evidente es la contaminación pura y simple causada por la acumulación de animales orinando y defecando en un espacio pequeño. Se pueden tomar precauciones para minimizar las emisiones de amoniaco y evitar que los nitratos estropeen el agua de ríos y acuíferos, pero eso requiere inversiones que algunos empresarios se resisten a hacer para cumplir unas normas que las administraciones han tardado mucho en establecer. Esta denominada ganadería intensiva permite producir mayores cantidades de producto a costa de perjudicar más el medio y de reducir a los animales al nivel bultos de engorde. Frente a ella se sitúa la ganadería tradicional que tiene un impacto ambiental menor al utilizar mayores extensiones de terreno, lo que no permite grandes producciones.
El segundo nivel de impacto en el medio ambiente es más estructural, aunque también es distinto según el tipo de ganadería y las distintas especies. Se calcula que la producción mundial de alimentos supone el 26% del total de emisiones de efecto invernadero y dentro de ese porcentaje, el 58% las producen los alimentos de origen animal, mientras que los demás, fundamentalmente vegetales, suponen el 42%. Si se considera la huella hídrica (la cantidad de agua necesaria para producir equis cantidad de alimento) las carnes se encuentran entre las que más impacto causan: se necesitan más de 10 litros para producir una kilocaloría de carne de buey y 2 para una kilocaloría de carne de cerdo, frente a medio litro para una de cereal.
Datos como estos son los que hacen recomendable reducir la ingesta de carnes. Sin embargo, el aumento de las clases medias en países que están creciendo comporta un mayor consumo de productos cárnicos. La exportación de carne de cerdo a China ha sido precisamente uno de los motores del crecimiento de las macrogranjas en España. La situación, por tanto, no puede ser más compleja: la demanda de carne aumenta, pero el ecosistema terrestre difícilmente soportará que crezca mucho más la producción.
Una forma tramposa, pero quizás efectiva de tratar de superar el dilema son los productos de carne simulada, basados en materia prima vegetal, que ya figuran en las estanterías de algunos supermercados. Con legumbres y otros productos de origen no animal se están elaborando hamburguesas con sabor y textura de las cárnicas o de productos diversos de pollo. La variedad de la oferta es ya bastante extensa. Una empresa norteamericana incluso ha creado un beicon de micelios de hongo que pretende competir en sabor y textura con el de cerdo.
Una segunda aproximación es la de la carne cultivada, todavía en sus estadios iniciales. Se trata de producir carnes (o pescados) en un biorreactor a partir de células de la correspondiente especie, sin desarrollar un animal vivo para después sacrificarlo. El cultivo celular lleva decenios siendo practicado en laboratorios con fines de investigación, pero ahora algunas empresas pretenden utilizarlo para fabricar solomillos de ternera o filetes de pescado para consumo humano. Dar con los productos adecuados y pasar a elaborarlos industrialmente no va a ser algo inmediato, pero no parece muy lejano.
Singapur ha establecido ya los procedimientos para autorizar lo que de manera amplia denomina “productos proteicos alternativos que no tienen un historial de consumo como alimento”. Y el año pasado autorizó la venta de nuggets de células de pollo cultivadas. Es el primer país que lo hace, probablemente porque está empeñado en reducir su dependencia de las importaciones de alimentos. Una empresa israelí pretende conseguir este año permiso para vender hamburguesas, también de pollo cultivado, al precio de 10 dólares. Serán caras si se compara con las equivalentes de pollo de granja intensiva, pero no tanto si se coteja con los 2.500 dólares que costaba producirlas en 2018.
Aunque es arriesgado hacer caso de las consultoras que analizan la evolución de los mercados, vale la pena recoger a modo de orientación unos datos publicados por The Economist en un reciente suplemento sobre el futuro de la alimentación: en 2040, la carne convencional se prevé que represente el 40% del valor de las ventas, mientras que la cultivada y la simulada basada en plantas se repartirían el 60% restante. Sobre la carne seguirá habiendo mucho debate.
Foto: EFE