A mediados de enero se produjo una fuga de petróleo crudo cuando un petrolero trasladaba su carga a las tuberías submarinas de una refinería operada por Repsol en Ventanilla, Perú. Después de la confusión inicial y de alguna que otra desinformación por parte de la compañía, se estima que se vertieron unas 1.700 toneladas de crudo en la costa peruana.
Inmediatamente empezaron las excusas por parte de Repsol, afirmando que el accidente se debió al “oleaje anómalo” como consecuencia de la erupción del volcán en Tonga. Esta versión ha sido desmentida tanto por la Marina peruana como por testigos presenciales y, en cualquier caso, si las condiciones, según la compañía, eran anómalas, ¿por qué procedieron con la operación?
Aunque la cantidad vertida está muy lejos de la del Prestige, que provocó el nacimiento del movimiento denominado Nunca Mais, la situación se repite y el desastre ecológico es considerable, afectando a áreas naturales protegidas y provocando el cierre de 26 playas de la zona.
Repsol es reticente a asumir responsabilidades y, por tanto, no está dispuesta a hacerse cargo de la limpieza del crudo ni tampoco del coste económico derivado del desastre, lo que ha llevado al Gobierno peruano a suspender la actividad de la compañía en sus aguas y a prohibir la salida del país de cuatro empleados de la compañía.
Por su parte, diversas entidades ecologistas han iniciado una campaña acusando de ecocidio a Repsol y exigiendo que se haga responsable.
Hasta aquí los hechos.
Ahora, si analizamos un poco la situación vemos que 32 años después del vertido del Exxon Valdez y 20 después del hundimiento del Prestige poco o nada ha cambiado en relación al negocio del petróleo y a los daños ambientales que producen los accidentes derivados del carísimo proceso de prospección-extracción-transporte-refinado.
Hechos como este evidencian nuestra enorme dependencia del petróleo y la imperiosa necesidad de, en un contexto de emergencia climática, una transición energética hacia energías limpias y renovables que, además, no comportan grandes riesgos ambientales y de salud, al contrario que los combustibles fósiles o la energía nuclear, que ahora la Comisión Europea pretende color como “verde y sostenible” al constatar que no se llegará a los objetivos de reducción de emisiones de CO2.
Tampoco parece que multinacionales y gobiernos aprendan de experiencias pasadas. Cierto que estos grandes accidentes no son habituales, pero cuando se produce uno las consecuencias son devastadoras e increíblemente costosas. Que estos accidentes no supongan un cambio de rumbo o de estrategia nos indica que, en realidad, no se les da suficiente importancia y que los costes tanto económicos como ambientales son “asumibles” o “compensables”. De hecho, desde el punto de vista económico las tareas de limpieza de vertidos de petróleo cuentan para el cálculo del PIB, y como las potenciales pérdidas no cuentan al no ser producción, resulta que un vertido puede ser bueno para la economía, o como mínimo camuflar la caída del PIB producida por la reducción en la producción de la industria pesquera, por ejemplo. ¡No se puede dar una situación más absurda y perversa!
Así, se impone una vez más la visión de unos señores desde unos despachos con grandes pantallas donde lo único que importa es que las gráficas de los beneficios o de la economía nacional suban sin parar. Si en el proceso se deja sin modo de ganarse la vida a miles de personas o, en el caso más grave, se dan miles de muertes (unas 2.000 en Fukushima y entre 16.000 y 30.000 en Chernóbil, según diversas estimaciones) pues no pasa nada.
Por eso es fundamental legislar para introducir delitos como el ecocidio, ya definido por un panel internacional de 12 juristas, y poder penalizar estos hechos, acabando así con la impunidad de las grandes compañías y forzando a los gobiernos a tomar medidas preventivas.
Más importante aún es que los gobiernos se tomen en serio la transición energética, y legislen para facilitarla y poder abandonar los combustibles fósiles de forma definitiva, implicando a ciudadanía y empresa privada en el proceso, y democratizando el sistema energético para promover la generación local y el autoabastecimiento.
Por otro lado, este último vertido nos recuerda que el impacto ambiental de los combustibles fósiles no se reduce a las emisiones de gases de efecto invernadero, un fenómeno “invisible” para gran parte de la población, sino que tiene también impactos más visibles e inmediatos en los ecosistemas, y en las personas que viven en y de ellos. Deberíamos aprovechar esta visibilidad para que la opinión pública tome conciencia de los problemas y peligros de estas fuentes de energía para presionar hacia un modelo de generación y consumo más sostenible.
Foto: Presidencia Perú